El Perspicaz Consejo de David McInnis

El Perspicaz Consejo de David McInnis

El Perspicaz Consejo de David McInnis
Yo he experimentado unos pocos momentos memorables.
Entre ellos es una reunión con Zig Ziglar en 1986.  Zig se paró al lado de un pizarrón y nos sonrió a los 20 que estábamos viéndolo atentamente con grandes ojos.  Zig había escrito varios libros bestselles y creado el programa de entrenamiento en ventas más popular de los Estados Unidos.  Nosotros 20 éramos gerentes neófitos, que temblábamos de emoción de haber sido escogidos para estar en ese salón.
Con el marcador en la mano, Zig digo: “Nómbrenme cada atributo del empleado perfecto.”
Nosotros decíamos atributos y Zig los escribía.  Teníamos casi 90 en el pizarrón antes que bajáramos la velocidad.
“¿Se les ocurren otros?”  Laboriosamente nombramos dos docenas más.
Piensen bien.  Quiero que describan al empleado perfecto.  Necesito todos los atributos.”  Estudiamos ese pizarrón hasta que comenzamos a sudar.  Llegamos a 114.
Señalando a la primera palabra de nuestra lista, Zig preguntó: “¿Esto es una habilidad o una actitud?”  Dijimos que era una actitud.  Zig escribió una gran “A” al lado.  Señalando a la segunda palabra, él pregunto: “¿Habilidad o actitud?”  Otra gran “A”.
Veinte minutos después, Zig hizo el último recuento: de los 114 atributos en nuestra lista, sólo 7 podían clasificarse como una “Habilidad”.  Cinco eran “Habilidades/Actitudes”, y 102 de ellos eran sólo “Actitud”.
Zig habría podido ahorrarse 30 minutos, simplemente diciendo la conclusión:  “Los empleados no pierden sus trabajos porque no tengan habilidades.  Pierden sus trabajos porque no tienen buena actitud.”  Pero Zig no quería decir esto y luego tratar de convencernos de su verdad. Zig quería que nosotros lo dijéramos y así convencernos a nosotros mismos de “siempre contratar gente con buena actitud.”Yo estaba sentado allí, empapado de comprensión, y recordé una cuantas frases del famoso desahogo de Elber Hubbard de 1899, Un Mensaje a García.
“Conozco a un hombre de partes verdaderamente brillantes que no tiene la habilidad para manejar un negocio propio y que también es absolutamente inútil para alguien más, porque acarrea consigo mismo la sospecha demente que su empleador lo está oprimiendo, o queriendo oprimir… Esta noche ese hombre camina por las calles buscando trabajo, el viento soplando a través de su raído abrigo.  Nadie que lo conoce se atreve a darle trabajo, pues él es un completo azote de descontento.”
Veinticinco años después de esa reunión con Zig Ziglar, tuve un momento similar con el gran David McInnis.  “Finalmente me di cuenta cómo mejorar la moral de los empleados,” dijo David, “La productividad se dispara y a todo el mundo le encanta venir a trabajar.  Es un programa que nunca falla.  Siempre funciona.”
Me quedé viendo a David.
Él se quedó viéndome a mí.
Finalmente, levanté los hombros y extendí mis palmas hacia arriba.  Viéndome fijamente a los ojos, David dijo: “Despide a toda la gente descontenta.”  Esas palabras me pegaron con tanta fuerza cómica, que comencé a reír.  Pero David no se estaba riendo.
Ninguno de nosotros quiere ser un negrero.  Ninguno de nosotros quiere ser ese jefe sin corazón que no aprecia la humanidad de sus empleados.  Ninguno de nosotros quiere abusar de nuestra gente con ese frío pragmatismo que despliega Wal-Mart.
Y por eso es que muchos negocios se convierten en clubes para empleados.
Sucede así:  un quejón hace una petición razonable y tú la concedes.  Esa petición es expandida y acelerada hasta que cesa de ser un privilegio otorgado a los empleados y se convierte en un derecho inalienable.  Y eso sólo fue con la primera petición en un arroyo interminable de otras que te presenta un staff cada vez más insatisfecho.  Y a ti, tristemente, te miran ahora como un opresivo Rey Jorge.
Pero esta revuelta no se parece a la famosa de 1776.  Esta vez será el Rey Jorge quien le mande la declaración de independencia al quejón.
El consejo de David, y el mío, es que identifiques a tu “azote de descontento” entre tu compañía – si es que lo tienes – y le des a esa persona una sonriente declaración de independencia mientras le das la mano y las gracias por los meses de servicio, diciéndole:  “Ahora eres Libre… libre para irte.”
Es un plan que nunca falla.
Roy H. Williams2013_26_David_McInnis2013_26_David_McInnis
El Perspicaz Consejo de David McInnis
Yo he experimentado unos pocos momentos memorables.
Entre ellos es una reunión con Zig Ziglar en 1986.  Zig se paró al lado de un pizarrón y nos sonrió a los 20 que estábamos viéndolo atentamente con grandes ojos.  Zig había escrito varios libros bestselles y creado el programa de entrenamiento en ventas más popular de los Estados Unidos.  Nosotros 20 éramos gerentes neófitos, que temblábamos de emoción de haber sido escogidos para estar en ese salón.
Con el marcador en la mano, Zig digo: “Nómbrenme cada atributo del empleado perfecto.”
Nosotros decíamos atributos y Zig los escribía.  Teníamos casi 90 en el pizarrón antes que bajáramos la velocidad.
“¿Se les ocurren otros?”  Laboriosamente nombramos dos docenas más.
Piensen bien.  Quiero que describan al empleado perfecto.  Necesito todos los atributos.”  Estudiamos ese pizarrón hasta que comenzamos a sudar.  Llegamos a 114.
Señalando a la primera palabra de nuestra lista, Zig preguntó: “¿Esto es una habilidad o una actitud?”  Dijimos que era una actitud.  Zig escribió una gran “A” al lado.  Señalando a la segunda palabra, él pregunto: “¿Habilidad o actitud?”  Otra gran “A”.
Veinte minutos después, Zig hizo el último recuento: de los 114 atributos en nuestra lista, sólo 7 podían clasificarse como una “Habilidad”.  Cinco eran “Habilidades/Actitudes”, y 102 de ellos eran sólo “Actitud”.
Zig habría podido ahorrarse 30 minutos, simplemente diciendo la conclusión:  “Los empleados no pierden sus trabajos porque no tengan habilidades.  Pierden sus trabajos porque no tienen buena actitud.”  Pero Zig no quería decir esto y luego tratar de convencernos de su verdad. Zig quería que nosotros lo dijéramos y así convencernos a nosotros mismos de “siempre contratar gente con buena actitud.”Yo estaba sentado allí, empapado de comprensión, y recordé una cuantas frases del famoso desahogo de Elber Hubbard de 1899, Un Mensaje a García.
“Conozco a un hombre de partes verdaderamente brillantes que no tiene la habilidad para manejar un negocio propio y que también es absolutamente inútil para alguien más, porque acarrea consigo mismo la sospecha demente que su empleador lo está oprimiendo, o queriendo oprimir… Esta noche ese hombre camina por las calles buscando trabajo, el viento soplando a través de su raído abrigo.  Nadie que lo conoce se atreve a darle trabajo, pues él es un completo azote de descontento.”
Veinticinco años después de esa reunión con Zig Ziglar, tuve un momento similar con el gran David McInnis.  “Finalmente me di cuenta cómo mejorar la moral de los empleados,” dijo David, “La productividad se dispara y a todo el mundo le encanta venir a trabajar.  Es un programa que nunca falla.  Siempre funciona.”
Me quedé viendo a David.
Él se quedó viéndome a mí.
Finalmente, levanté los hombros y extendí mis palmas hacia arriba.  Viéndome fijamente a los ojos, David dijo: “Despide a toda la gente descontenta.”  Esas palabras me pegaron con tanta fuerza cómica, que comencé a reír.  Pero David no se estaba riendo.
Ninguno de nosotros quiere ser un negrero.  Ninguno de nosotros quiere ser ese jefe sin corazón que no aprecia la humanidad de sus empleados.  Ninguno de nosotros quiere abusar de nuestra gente con ese frío pragmatismo que despliega Wal-Mart.
Y por eso es que muchos negocios se convierten en clubes para empleados.
Sucede así:  un quejón hace una petición razonable y tú la concedes.  Esa petición es expandida y acelerada hasta que cesa de ser un privilegio otorgado a los empleados y se convierte en un derecho inalienable.  Y eso sólo fue con la primera petición en un arroyo interminable de otras que te presenta un staff cada vez más insatisfecho.  Y a ti, tristemente, te miran ahora como un opresivo Rey Jorge.
Pero esta revuelta no se parece a la famosa de 1776.  Esta vez será el Rey Jorge quien le mande la declaración de independencia al quejón.
El consejo de David, y el mío, es que identifiques a tu “azote de descontento” entre tu compañía – si es que lo tienes – y le des a esa persona una sonriente declaración de independencia mientras le das la mano y las gracias por los meses de servicio, diciéndole:  “Ahora eres Libre… libre para irte.”
Es un plan que nunca falla.
Roy H. Williams
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